Es un torbellino de emociones, siempre lo es. No sólo está en su cabeza, toda esa energía se le escapa por todos los poros de su piel y la envuelve por completo arrastrándote a ti si te encuentras muy cerca de ella… de su piel; y es que yo lo estaba, muy cerca, porque quería tocársela, acariciársela, olérsela y mordérsela. Se me contagiaron sus nervios. Consiguió descolocarme y eso no es fácil.
Ella quería que estuviera la luz apagada, en la oscuridad se sentía más segura. Tenía la insólita idea de que su cuerpo no me excitaría.
Aún hoy, sigue teniendo un pudor ilógico que choca de frente con sus más húmedos deseos. No entiende que me enciende con sólo insinuarse. Sus curvas me marean y disparan mi adrenalina más que la montaña rusa más brutal. ¿Y sus pechos? No sé cómo describirlos. Habría que verme la cara para hacerse una idea, sería lo más elocuente para entenderme. Decir que me vuelven loco es poco. Cuando me mira, siempre tengo la sensación de que en cualquier momento se arrancará la piel para liberar a la bestia que siento que tiene dentro gritando querer salir y devorarme.
No nos entendíamos, no me dejaba hacer, no se dejaba hacer, algo no andaba bien. Nunca antes me había costado tanto aprendernos con alguien. Ese huracán no se podía centrar en lo que ella quería ni yo era capaz de controlarla…
Ahí estaba mi error: tanto deseo, tanta energía sexual no se puede controlar, no se debe controlar. Todo lo contrario, pensé “¿qué necesita el fuego?”. El fuego necesita oxígeno para quemar, sin oxígeno cualquier fuego se extingue, ¿no? Pues en oxígeno me convertí, me até una correa en el cuello y se la ofrecí:
“Haz conmigo lo que quieras.”
Ardimos con tanta intensidad que ella misma se sorprendió de su poder. Durante semanas tuve su recuerdo marcado en mi piel… y no me arrepiento.